En la primera parte el autor habló de la introspección, esa filosofía de vida que invita a encender la chispa interior que nos define.
El científico que persigue una idea hereje por convicción, el maestro que inspira con su pasión genuina por el conocimiento, el activista que lucha desde una verdad interior inquebrantable —todos arden con una luz que calienta e ilumina el espacio a su alrededor, invitando a otros a encender sus propias chispas—.
En este mundo tan complejo que nos está tocando vivir, debemos regresar hacia lo básico y observar nuestro interior. La belleza no es imitar a nadie. Es conocerse a sí mismo y trabajar para que la luz que todos tenemos salga y comience a arder y a iluminar. En primera instancia, nuestro propio camino. Después, a nuestro alrededor.
El alma de México está quebrada. Lleva años ardiendo. Desgraciadamente, no por su propia luz. México arde de tristeza, de dolor, de mentiras. Existe una combustión de las virtudes y el sentido común. Las han lanzado a la hoguera de las vanidades. La decencia se encuentra olvidada en nuestro país y, en general, en casi todo el planeta.
Aquí arden desde pipas del huachicol hasta las hipocresías, calumnias e infamias de personajes de todo tipo. La problemática resumida es que están desbordados hacia fuera y llevan una antorcha quemando todo a su paso. No han sanado ni a su niño interno ni, mucho menos, a su alma adulta. No han encontrado la real finalidad de su existencia.
La oscuridad más terrible no es la que te rodea, sino la que te habita; y la luz más bella no es la que te ilumina, sino la que se asoma en tus ojos, desde el alma. Para arder hay que aceptar la oscuridad. Los precipicios y las penumbras existenciales se nos aparecen a todos. Son parte de la vida misma. Un valiente no es aquel que no tiene miedos, sino aquél que los enfrenta y los vence. Sólo así podremos encender lo que al principio será una pequeña vela. Con el tiempo y el trabajo interno, buscar que se convierta en una antorcha.
En nuestra penumbra existencial, hay que amar la luz porque nos muestra el camino. De igual manera, hay que amar la oscuridad porque nos muestra las estrellas. Una vela, ilumina toda una habitación.
Es aquí donde cabe la pragmática y definitiva verdad de nuestra existencia. Somos seres que venimos con una temporalidad definida y finita a este planeta. Y, al término, uno de los temas fundamentales y cuestionamientos primordiales será: ¿Qué tanto hiciste para que tu propia luz ardiera?
Lo más impresionante de todo esto es que, científicamente hablando, estamos hechos de luz. Nuestro cuerpo está compuesto por alrededor de 40 y 50 billones de células. Cada célula tiene un núcleo; cada núcleo contiene ADN. Cada hebra de ADN contiene carga electromagnética. Esa carga es luz codificada con memoria. No sólo ancestral... también cósmica y divina. El ADN no es sólo una unidad de almacenamiento. Es un receptor cuántico.
“Arder con tu propia luz” es la máxima expresión de una vida vivida con propósito y autenticidad. Es un viaje que comienza en la soledad de la introspección, se fortalece con el coraje de la vulnerabilidad y culmina en la generosidad de compartir ese fuego interior con el mundo.
No se trata de ser el más brillante, sino de ser el más genuino. En un universo vasto y, a veces, oscuro, nuestra mayor contribución no es replicar la luz que vemos, sino tener la audacia de prender la nuestra, por tenue que parezca al principio, y permitir que arda con la combustión lenta y constante de quien se conoce, se acepta y elige brillar con la materia prima de su propia alma.

