Steve Carell y sus amigos hacen de tech-lords en una distopía donde las redes sociales y la IA potencian los peores comportamientos de los que somos capaces. Herramientas diseñadas para la comunicación y el entretenimiento propician y multiplican incidentes violentos que escapan al control de sus creadores y de los ejecutivos que los financian, cuya mirada atónita oscila entre el asombro y la avaricia. Recluidos en una mansión en las montañas, los dueños de Internet contemplan aprovecharse del caos que sus productos han generado para instaurar una dictadura tecnocrática mundial.
Es una peli breve y divertida, pero un detalle convierte a esta parodia en algo mucho más sórdido: los eventos que los protagonistas provocan no pertenecen —de todo— al futuro —ni a la imaginación— sino que, en realidad, ya sucedieron. En 2013, un movimiento originado entre fake news y fundamentalismo religioso azotó Myanmar, país de mayoría budista. Incluso las autoridades monásticas sostuvieron discursos de odio e incentivaron linchamientos contra la comunidad musulmana. Valiéndose de plataformas como Facebook, los terroristas budistas en Myanmar —su líder es el monje Ashin Wirathu, apodado “el Bin Laden de Burma”— exprimieron la capacidad de las redes sociales de una manera tan infame como habitual: el asalto al Capitolio norteamericano es tan solo otro hito en esta historia que se desarrolla a la par de la tecnología.
A veces Mountainhead parece más un documental que una comedia. La indiferencia que presumen sus personajes solo se compara con el poder que ostentan, características nada ajenas a la realidad como se ha demostrado una y otra vez en los “lamentables accidentes” producto de la desinformación magnificada por la fuerza (descuidada) de la computación. Tres años antes de los disturbios en Myanmar, un solo trabajador monitoreaba el contenido de Facebook en una región donde 22 millones de usuarios ya viralizaban discursos islamofóbicos, y los controles que la plataforma se vio forzada a implementar fueron retirados una vez que los ánimos se calmaron. En la violencia generada en Internet hay un elemento que incide desde un plano especialmente peligroso: el uso faccioso de la religión en la era de la IA.
Estamos familiarizados con la manipulación que ejercen los agentes del caos, valiéndose de las creencias y emociones más íntimas del público. Pero no podemos darlas por hecho; las nuevas tecnologías amplían los horizontes de su amenaza y ninguna fe está a salvo. Por fortuna, las comunidades religiosas están tomando cartas en el asunto y hoy se encuentran implementando medidas guiadas por el amor y la compasión, el núcleo común de los movimientos espirituales que sostienen al mundo. En la India ya brinda consuelo Gita GPT, el agente de IA entrenado en la Bhagavad-gītā; los países árabes experimentan con IslamQA, un chatbot que profundiza en las enseñanzas de los textos sagrados del islam; y en México se trabaja en modelos como Lupita, que acercarán el catecismo para guiar a millones de fieles en la gracia de las revelaciones.
Este tipo de iniciativas deberán constituir los fundamentos de cualquier avance en la integración de la experiencia humana con la tecnología. El triunfo de la IA será hacer “la vida humana más humana”, como ha exhortado el Vaticano; parte de una serie de convenciones surgidas a raíz de los cuestionamientos que las iglesias plantean desde la primera revolución industrial. Por el bien de todos, a medida que aumente la sofisticación de nuestras máquinas, más debemos procurar que conozcan a Dios. Que la IA nos acompañe en oración.

