Un trabajo reciente del Instituto Interdisciplinario de Economía Política (IIEP) de la UBA y el Conicet, firmado por Oscar Cetrángolo y Ariela Goldschmit, revisa el funcionamiento del sistema de salud argentino desde un eje preciso: los derechos de cobertura y la protección financiera frente al riesgo sanitario. La conclusión central es incómoda: la sociedad destina muchos recursos, pero el sistema no logra una cobertura adecuada y universal y muestra ineficiencias persistentes.
El texto ordena el diagnóstico en tres planos —organización, regulación y financiamiento— y propone una lectura que evita el lugar común: no se trata solo de “falta de plata” sino de cómo se reparte, quién decide, con qué normas y bajo qué incentivos.
La primera distinción es conceptual. La Argentina exhibe cobertura “universal” en el sentido de que el sector público brinda una cobertura básica para toda la población. Sin embargo, la descentralización de la provisión hacia gobiernos subnacionales con capacidades muy dispares hace que esa cobertura deje de ser uniforme en la práctica. El acceso al sistema público no depende del ingreso, pero sí de la localización y de las capacidades —financieras y no financieras— de cada jurisdicción.
En esa frase aparece una clave para leer el resto del sistema: en la salud argentina, el mapa importa tanto como el bolsillo. La universalidad formal convive con desigualdades territoriales que se traducen en tiempos de espera, disponibilidad de servicios y calidad de atención.
El documento enmarca el debate en un dilema conocido en países con alta informalidad laboral: los modelos de seguro social de base contributiva (asociados a la tradición bismarckiana) enfrentan límites cuando una proporción relevante de la fuerza de trabajo no aporta regularmente; los sistemas universales financiados con rentas generales (asociados a la tradición beveridgeana) requieren un Estado con capacidad fiscal sostenida.
La Argentina combina, con fricciones, piezas de ambos enfoques. La oferta se organiza sobre un federalismo con 23 provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, responsables de la provisión pública en coordinación con municipios. A eso se suma la seguridad social con financiamiento contributivo obligatorio: 292 obras sociales nacionales, 24 obras sociales provinciales, el PAMI y otros regímenes especiales (Fuerzas Armadas, universidades, servicio penitenciario federal y los poderes judicial y legislativo nacionales). Por último, el subsistema privado reúne 674 entidades de medicina prepaga, con una diversidad societaria amplia.
La abundancia institucional no implica, por sí misma, mayor cobertura. El punto del informe es otro: la multiplicidad descoordinada de instituciones termina segmentando derechos, paquetes de prestaciones y protección financiera.
En 2022, el gasto total en salud se ubicó en 10,5% del PIB, por encima del promedio de la OCDE (9,2%) y en niveles similares a varios países europeos. La diferencia no está en el tamaño del gasto, sino en su composición: cerca de 40% del gasto total corresponde a gasto privado, con implicancias directas para la equidad, ya que una porción importante de la cobertura queda ligada a la capacidad de pago y no a las necesidades de salud.
La desagregación por fuentes refuerza el argumento. En 2022, el sistema privado representó 4,4% del PIB y 41,8% de los recursos; la seguridad social, 3,4% del PIB y 31,9%; el sector público, 2,8% del PIB y 26,3%. Dentro de este último, el financiamiento provincial concentró la mayor parte (17,5% del total), mientras que el componente nacional alcanzó 4,6% (0,5% del PIB).
Esa estructura explica por qué, aun con gasto agregado alto, la experiencia concreta del paciente puede variar de manera marcada. Cuando el gasto privado pesa tanto, el ingreso opera como “puerta de entrada” a ciertos niveles de servicio, y el territorio define la capacidad efectiva del sector público.
La seguridad social se financia, en el régimen general, con aportes y contribuciones equivalentes a 9% del salario bruto (3% del trabajador y 6% del empleador). Además, 15% de lo recaudado se destina al Fondo Solidario de Redistribución (FSR), herramienta diseñada para financiar prestaciones de alto costo y compensar desigualdades entre obras sociales. El informe también señala que, desde el DNU 70/2023, las prepagas deben contribuir al FSR.
Pero el documento discute una idea instalada: el Programa Médico Obligatorio (PMO) no nació como política igualadora, sino como “mínimo común” que, en los hechos, permite diferenciar coberturas dentro de la seguridad social por nivel de ingreso y no por necesidades.
A eso se suma la concentración. Una porción acotada de obras sociales reúne gran parte de los recursos y afiliados, mientras que muchas entidades pequeñas operan con dificultades financieras. Esa asimetría condiciona la calidad de la cobertura y vuelve más compleja cualquier estrategia de integración.
El documento dedica un tramo específico al rol regulatorio. La Superintendencia de Servicios de Salud, creada en 1996, fiscaliza a las obras sociales nacionales y a las entidades de medicina prepaga, pero no regula a las obras sociales provinciales ni al PAMI. Esa frontera institucional reduce la capacidad de rectoría sobre el conjunto del sistema.
El Consejo Federal de Salud (Cofesa) aparece como ámbito de coordinación interjurisdiccional: reúne al Ministerio de Salud de la Nación y a las autoridades sanitarias provinciales, y opera como espacio de concertación en un país federal. Sin embargo, los municipios —actores relevantes en la provisión— no participan de ese organismo.
Otro punto es la definición de prestaciones. El informe describe al PMO como un conjunto amplio que, por carecer de condiciones y garantías de acceso y calidad, funciona muchas veces como cobertura formal: un listado de intenciones más que una cartera explícita y exigible en condiciones homogéneas. En ese contexto, la restricción financiera opera con mecanismos de racionamiento implícito: listas de espera, autorizaciones engorrosas o negación en el punto de atención.
La judicialización aparece como síntoma y como límite. Según el documento, la litigiosidad no compensa desigualdades sociales de acceso: en la mayoría de los casos no es impulsada por los sectores más vulnerables y adopta un carácter individualizado.
En sus reflexiones finales, Cetrángolo y Goldschmit condensan el diagnóstico en diez mensajes: la universalidad formal convive con una segmentación institucional; el gasto resulta elevado e ineficiente; la política sectorial no prioriza la equidad; las reformas tienden a profundizar la fragmentación; no existe un marco normativo sectorial integrado; la diversidad normativa limita la rectoría; no hay una definición clara de servicios garantizados para toda la población; un conjunto de instituciones carece de regulación adecuada; y la cobertura de la población adulta mayor —de mayor gasto— no se articula con el resto del sistema.
El cierre del trabajo conecta el problema estructural con las presiones del presente: envejecimiento demográfico, incorporación de nuevas tecnologías y la necesidad de priorizar prestaciones. En palabras de la OMS, citadas por el informe, “—Ningún país, por más rico que sea, está en capacidad de proveer a toda la población todas las tecnologías—”.
En el caso argentino, la discusión de la salud queda así planteada como un problema de reglas de juego: cómo se definen derechos, quién los financia y bajo qué mecanismos se evita que el lugar de residencia, el tipo de empleo o la capacidad de pago determinen la calidad de la cobertura.
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